2/27/2007

Gomen nasai

Playa de Iwo Jima, 1945

Queridos papá y mamá.

La batalla ha terminado y yo estoy vivo y a salvo. Puede que la guerra siga rugiendo en otros muchos lugares, pero de momento aquí reina la calma. Una calma conquistada a sangre y fuego, la calma que sólo el cuarto jinete del Apocalipsis deja a su paso.

Pero no quiero hablaros del infierno de las bombas, la soledad de los supervivientes ni de la agonía de los heridos. En cambio, quisiera relataros algo que me sucedió hace un par de días, algo extraño, algo que no esperaba encontrar en medio de esta debacle. La batalla ya tocaba a su fin y yo estaba sólo buscando un lugar discreto, porque las letrinas están infestadas por la disentería. Y al subir una pequeña loma, me encontré de frente con un soldado japonés, al principio me alarmé, pero no había motivo para ello, pues el espíritu de lucha le había abandonado. Se encontraba en una pequeña llanura, cavando. Cerca de él se encontraba el cadáver de alguien, que sin duda era un viejo camarada de armas. Y allí estaba, mirando a aquel pequeño japonés, que cumplía la última obligación para con un amigo.

Entonces levantó la vista y me vio, amenazante, con el rifle en la mano, pero sencillamente me miró durante un interminable segundo y siguió cavando. Estuve allí mirando, hasta que la necesidad de hacer lo correcto, me llevó a dejar mi arma apoyada en una roca, recogí una pala que alguien había dejado olvidada en el suelo y me puse a cavar.

Cuando empecé a cavar el nipón volvió a mirarme con ojos que parecían leer en mi alma. Yo simplemente miré al compañero caído y dije “gomen nasai” y ambos seguimos cavando. Es gracioso, sólo conozco dos palabras en la lengua de los japoneses y significan “lo siento”.

Cuando terminamos la fosa, metimos el cuerpo inerte y lo cubrimos con la tierra. Esa misma tierra negruzca de Iwo Jima, sobre la que habíamos estado luchando durante tanto tiempo. Finalmente, ambos nos arrodillamos ante la improvisada sepultura y rezamos en silencio. Papá, tú sabes que yo no soy creyente, pero allí sobre esa colina, pensé que existiera o no, un ente superior que escuchase mis plegarias, si estas eran ofrecidas de corazón, posiblemente le servirían de algo a aquel espíritu desconocido.

Por fin, el japonés se levantó y me hizo una reverencia. Por último se marchó y no he vuelto a verle, espero sinceramente, que haya logrado volver con los suyos, igual que yo deseo volver con vosotros.

Vuestro hijo que os quiere.

Roger.