10/06/2019

Decimotercera entrega del Podcast: El Mastín

Nuevamente y por petición popular, un relato de miedo. Un hombre solo y medio perdido en un paraje agreste, donde casi cualquier cosa puede pasar y a menudo pasa.

Aquí en formato audio:

Y aquí la transcripción:

La carretera se extendía sinuosamente entre las montañas y acantilados. Se trataba de una estrecha calzada de un único sentido, donde malamente cabía un coche. A la derecha bostezaba un profundo abismo, cubierto de oscuras sombras y a la izquierda se alzaba una pared de roca viva, tan abrupta, que acentuaba aún más la estrechez del camino que la bordeaba.
A pesar de que lucía el sol, la ruta era tan revirada que era imposible ver más allá de cinco metros, lo único que podía contemplarse con facilidad era la impresionante caía que aguardaba al conductor descuidado. La carretera carecía de vallas o quitamiedos, por lo que lo único que separaba a los coches de un fatal destino era una ralla de pintura blanca que señalaba el linde del carril y un minúsculo arcén de apenas 8 centímetros. La carretera era tan estrecha que Miguel, no concebía que pudiera circular por ahí, nada más grande que una furgoneta pequeña. Afortunadamente, parecía ser el único que circulaba por aquel camino, cosa que agradecía tremendamente.
La carretera era tan empinada que el coche de Miguel no podía pasar de segunda y en ocasiones se vio obligado a meter primera. Por un lado, lo agradecía, ya que eso le obligaba a él y a cualquiera a conducir muy despacio, pero por otra parte no podía evitar pensar en lo que pasaría si le fallaran los frenos.
Había sido idea suya viajar solo por aquellos parajes, evitando las grandes ciudades. Quería conocer los remotos pueblos de montaña, diminutas aldeas con apenas una docena de habitantesl. Deseaba huir del bullicio de las rutas turísticas y había evitado todos los pueblos famosos. Había tenido más éxito del que jamás hubiera imaginado, la mayoría de las localidades que veía, no estaban reflejadas en el GPS del móvil, el cual parecía ignorar su existencia. De hecho, la mitad del tiempo no le servía de mucho, ya que en aquellas montañas no había apenas cobertura y tendía a volverse loco o se desconectaba directamente.
Incluso compró un mapa de carretera en una desvencijada gasolinera, pero la situación no mejoró demasiado, Miguel era hijo de la tecnología, y los viejos mapas en papel le resultaban totalmente ajenos, por lo que no le ayudaban a orientarse.
De pronto, al pasar una curva especialmente pronunciada, vio un inmenso mastín tendido cuan largo era en la carretera, totalmente inmóvil. Pegó un frenazo brusco y el coche patinó unos metros, hasta quedarse a muy poca distancia del perro. El animal no se movió en absoluto, se trataba de un enorme ejemplar, incluso para esa raza de perro que no suelen ser pequeños. Su pelo era largo y del color de la arena del desierto al atardecer. Tenía los ojos cerrados y no parecía respirar en absoluto.
Miguel dudó, seguramente el perro estaba muerto, aunque no parecía haber sido atropellado, tal vez había muerto de un ataque al corazón o algo así, porque desde luego no parecía herido, ni famélico. El mastín ocupaba casi todo el ancho de la calzada y no había forma de rodearlo con el coche y Miguel se negaba a pasarle por encima, así que echó el freno de mano y encendió los intermitentes de emergencia, mientras rezaba mentalmente para que ningún otro coche apareciera, pues estaba en una posición tan mala, que seguramente no le verían hasta estar prácticamente encima de él.
Buscó el chaleco reflectante y mientras se lo ponía notó que el coche se movía hacia atrás, de forma lenta pero inevitable, hacia el abismo que se abría a sus espaldas. La pendiente era tan pronunciada, que el freno de mano era incapaz de retener del todo el coche, el cual se deslizaba sin remedio.
Aterrado, pisó el pedal del freno y tiró con más fuerza del freno de mano subiéndolo todo lo que pudo. El vehículo se detuvo peligrosamente cerca del borde del precipicio. Torció las ruedas, paró el motor y dejo metida la primera marcha. De momento el apaño parecía aguantar, pero Miguel salió rápidamente del coche y buscó por la pared de roca, tras unos instantes encontró una piedra grande, co las que apuntaló una de las ruedas.
Una vez tuvo asegurado el coche, se acercó al enorme perro. Tenía pinta de pesar mucho, y no estaba seguro de poder moverlo, pero al menos tenía que intentarlo. Se puso en cuclillas y extendió los brazos hacia el animal y justo cuando sus dedos rozaron su pelaje, el mastín abrió repentinamente los ojos. Miguel se asustó tanto que saltó hacia atrás y acabó cayendo de culo al suelo.
Poco a poco, con infinita calma, el perro alzó la cabeza y clavó sus ojos de color avellana en el humano que había osado a perturbar su sueño. El enorme can le miró con gesto desdeñoso, pero se puso lentamente en pie, y empezó a caminar carretera abajo.
Miguel trató de apoyar las manos en el suelo, para coger impulso y levantarse también, pero sus manos solo hallaron el vacío. No se había dado cuenta de que, al saltar atrás y caerse, se había quedado al mismo borde del precipicio. Al no encontrar un asidero, estuvo a punto de perder el equilibrio y sumirse para siempre en el olvido. En un movimiento desesperado, se agarró con fuerza los muslos de las piernas y echó su cuerpo hacia delante, impulsándose con todas sus fuerzas, consiguió rodar hacia delante, alejándose del peligro.
Se quedó un rato tendido en la calzada, tal y como lo estaba antes el mastín, pues le temblaba todo el cuerpo y sus piernas eran incapaces de sostenerle. Podía sentir claramente los latidos de su corazón desbocado en su pecho. Empezó a respirar profundamente, hasta que logró tranquilizarse, su pulso volvió a la normalidad y dejó de temblar.
Por fin, logró ponerse en pie. Tras reunir valor, se dio la vuelta. Aún estaba bastante cerca del borde.
De pronto sintió como le empujaban con una fuerza descomunal, Miguel se precipitó hacia el inmenso vacío mientras trataba inútilmente de aferrarse al aire.
El gigantesco mastín le observaba desde lo alto de la carretera, mientras Miguel se precipitaba rápidamente hacia el abismo y desapareciendo para siempre entre las sombras, con un aullido desgarrador.
Tras un largo rato, el perro se acercó al abandonado coche y con un movimiento certero de su enorme pata, mandó la piedra que aseguraba la rueda, rodando hasta más o menos el mismo sitio donde estaba cuando Miguel la recogió. El coche empezó a deslizarse a cámara lenta hacia el precipicio. Tras una eternidad terminó cayendo por la ladera de la montaña. Nada quedó del automóvil o de su dueño, era como si hubieran caído directamente al último círculo del infierno.
El mastín se quedó inmóvil durante horas, finalmente alzó una oreja al percibir el ruido de un motor de coche que subía por la carretera. Con paso lento pero firme, se dirigió a su lugar en la curva, se tendió cuan largo era y cerró los ojos, ocupando todo el ancho de la calzada.