Nuevo relato, una vez más de terror y con esto completo una improvisada trilogía. Última de mis anecdotas originadas en mis locas vacaciones de verano, no quiero ni pensar en como serán las vacaciones de Navidad. El protagonista de la Jungla de Cristal, va a ser un aficionado a mi lado.
Como siempre la versión en audio:
Y la versión impresa :
Marcos volvió a consultar el GPS del móvil, pero en aquella zona montañosa, con tan poca cobertura, su precisión era bastante precaria. De cualquier manera, estaba casi seguro de que no se había perdido. Sin duda estaba en la carretera correcta. Seguramente el desvío que llevaba a la aldea que estaba buscando, debía de estar un poco más adelante. Siguió conduciendo hasta que llegó a un pueblo, donde le confirmaron que se había pasado el la aldea que buscaba y que debía volver por donde había venido unos dos kilómetros.
Dio la vuelta al coche y esta vez ignoró al descompuesto GPS y prestó más atención al camino. Al poco tiempo vio una diminuta y descolorida señal, que la primera vez había pasado por alto, la cual señalaba la ruta correcta. Se trataba de una calzada mal señalizada y peor asfaltada, que, a pesar de ser de doble sentido, no parecía ser capaz de albergar dos coches.
Marcos condujo su vehículo por aquella angosta carretera. Afortunadamente no parecía que hubiera nadie más circulando por allí, tras un buen rato divisó un nuevo desvío que desembocaba en un conjunto de casas, ubicado en la ladera de la montaña. La primera casa que se encontró, era el clásico bar de pueblo, con una explanada junto a la entrada que hacía las veces de parking.
Pensó en entrar a pedir indicaciones, pero parecía estar cerrado a cal y canto. El camino ascendía por una pronunciada pendiente y las casas que conformaban la aldea estaban alineadas a ambos lados de la carretera, que hacía las veces de calle principal y única de aquella minúscula población. Un cartel anunciaba que el nombre de la aldea era “La Cuesta”. Lo que parecía un nombre apropiado, teniendo en cuenta lo escarpado de la pendiente que empezaba justo detrás del bar.
Marcos suspiró satisfecho, sin duda se trataba del lugar que buscaba, alguna de estas casas de piedra tenía que ser la casa rural que había alquilado para pasar la noche. Según las fotos que había visto por internet, iba a alojarse en una gran casa de dos plantas. Había sido reformada para que cada planta fuera una vivienda independiente. Él había alquilado la planta baja, que constaba de un salón dormitorio, con cocina americana y un pequeño baño con plato de ducha independiente. Por lo que había podido ver, nadie había alquilado la planta superior, lo que le garantizaba una noche tranquila, cosa que agradecía. Pues su intención era aprovechar para desconectar de todo y dormir al menos ocho horas del tirón o mejor aún doce.
Volvió a revisar las fotos que se había descargado de internet a fin de reconocer la casa cuando la viera. En una de ellas se podían apreciar unas maravillosas vistas desde lo alto, por lo que supuso que la casa rural debía de estar en la parte alta de la aldea.
La única persona que parecía haber a la vista era un niño de unos siete años, tenía la tez sonrosada, el cabello tan oscuro como una sombra, y vestía ropas a juego con el color de su pelo. Llevaba en brazos un pequeño gato de pelaje níveo, el cual ronroneaba al ritmo de las caricias de su dueño, quien canturreaba una canción infantil.
“Sal a jugar,
a jugar,
ven a bailar,
a bailar,
a la luz de la luna,
esta canción de cuna,
pues él ha venido a llevarse,
a llevarse tu alma de farsante”.
Marcos pensó en pedirle ayuda, pero finalmente desechó la idea. Así que enfiló la carretera y empezó a ascender por la estrecha pendiente. Fue fijándose en las casas, pero ninguna coincidía con la de la foto. Tras un buen rato de ascenso, decidió parar en la entrada de una de las viviendas y preguntar.
Arrimó el coche al borde del camino tanto como pudo y se bajó en busca de los dueños.
No le hizo falta llamar a la puerta, puesto que un perro empezó a ladrar frenéticamente. Era algún tipo de perro pastor, que Marcos no pudo identificar. No se trataba de un animal especialmente grande o de aspecto peligroso, pero el tono de sus ladridos era de clara amenaza.
Afortunadamente y a pesar de no estar atado, parecía conformarse con ladrar desde lejos. De pronto, se abrió la puerta de la casa y por ella salió una señor de edad indeterminada. Era bajito y delgado, pero su postura y movimientos transmitían fuerza y determinación.
- ¿Qué dezea? – preguntó el hombre, alzando la voz para hacerse oír por encima de los ladridos del perro.
- Buenas tardes. - ¡Zilencio!
Marcos tardó un momento en darse cuenta de que la orden no iba para él sino para el chucho, quien dejó de ladrar inmediatamente. Hizo lo que pudo por recuperar su aplomo y volvió a empezar.
- Buenas tardes.
- Buenaz tardez. Buzca la caza rural, ¿cierto?
- Eh, pues sí. – respondió Marcos sorprendido. – Supongo que todos los turistas nos perdemos, ¿verdad?
- Zin duda. – respondió con firmeza. - La caza está un poco máz arriba. Ez aquella– dijo señalando con el dedo a la cima de la montaña.
Marcos aguzó la vista y por fin pudo divisarla.
- ¡Ah, estupendo!
- Aunque me zorprende un poco, hace poz lo menoz un año que nadie alzuila eza caza. Creía que eztaba cerrada.
- No sé qué decirle, yo he hecho la reserva sin problema. En fin, pues gracias por todo y...
- ¿Te han dado la llave?
- ¿Cómo?
- La llave de la caza, ¿o como pretendez entrar zino?
- Pensaba que el dueño estaría en la casa.
- No. – respondió secamente – La llave te la danz en el bar.
- ¿Se refiere a aquel de allí abajo? ¿El que está en entrada del pueblo? – dijo Marcos señalando al bar que había dejado atrás.
- ¿Azaso hay otro?
- Supongo que tendré que volver por donde he venido.
Echó un vistazo a la carretera, preocupado por el poco espacio disponible.
- Perdone, ¿sabe si hay alguna rotonda o algo similar para dar la vuelta al coche?
- ¿No te atrevez a bajar marcha atráz? – preguntó la señora con un tono entre sorprendido y divertido.
- Pues la verdad es que preferiría no tener que hacerlo. – replicó Marcos con sinceridad.
El hombre meditó sobre ello un momento con gesto desdeñoso, que dejaba clara su opinión sobre los conductores foráneos.
- Hay una cuzva más azelante. – dijo al fin – donde la cazetera se enzancha.
- Gracias.
Supongo que tendré que apañármelas con eso. La señora se dio la vuelta sin esperar ni dar ninguna despedida, nada más cerrarse la puerta de la casa, el perro volvió a ladrar.
Marcos se dio la vuelta y subió con el coche, hasta que encontró la curva que le habían indicado, le llevó un buen rato de maniobras dar la vuelta. Entre giro de volante y giro de volante, lo vio. Al borde de la carretera, vislumbró al niño de antes. De pie, sonriendo con malicia, mientras acariciaba a su gato. Al ver que Marcos lo miraba, empezó a cantar:
“Sal a jugar,
a jugar,
ven a bailar,
a bailar,
a la luz de la luna,
esta canción de cuna,
pues él ha venido a llevarse,
a llevarse tu alma de farsante”.
Por fin logró dar la vuelta del todo y se apresuró a bajar hasta la puerta del bar. Aparcó en la explanada. El bar seguía cerrado a cal y canto, llamó a la puerta, pero la respuesta vino de su espalda.
- ¿Vienes a la casa rural? – dijo una voz conocida. Se dio la vuelta, el niño seguía allí, con su gato ronroneando. ¿Cómo demonios había bajado tan deprisa? Era imposible que hubieran llegado a la vez por mucho que hubiera corrido. ¿Tal vez existía un atajo? O a lo mejor es que no se trataba del mismo niño, a lo mejor tenía un hermano que se vestía igual y tenía otro gato idéntico.
- ¿Se te ha comido la lengua el gato? – volvió a preguntarle el crío con una risita. El gato de su regazo se relamió, como quien anticipa un bocado jugoso.
- Sí. – respondió por fin Marcos – Quiero decir que vengo a la casa rural.
- Espera ahí. - El niño se puso bajo una de las ventanas del bar. Todas ellas estaban cerradas y con las persianas bajadas. - ¡Abuela! – gritó – ¡Ha llegado!
La persiana se levantó y la ventana se abrió, una anciana se asomó y miró con severidad a Marcos. Asintió con la cabeza y volvió al interior de la casa sin decir palabra. Marcos se quedó sin saber que hacer, volvió la cabeza, para hablar con el niño, pero esta había desaparecido.
Un instante después, la puerta del bar se abrió de par en par, y la anciana apareció en el umbral, acompañada del chaval y el sempiterno gato.
- Pase. – le dijo la anciana – Le daré la llave.
Marcos entró, el bar se encontraba en semipenumbra, fue hasta la barra, donde la anciana le tendió un formulario y una llave acoplada a un llavero de madera, con forma de cabeza de lobo.
- Rellene esto con sus datos.
Mientras Marcos rellenaba el formulario de alojamiento, decidió recabar un poco de información.
- ¿Qué horario tiene este bar?
- ¿Horario? ¿Para qué queremos un horario?
- Esto, si no tienen un horario, ¿cómo sabe la gente cuando está abierto?
- Muy simple. – respondió con un tono desdeñoso, como si la respuesta fuera totalmente evidente. - Se pasan por aquí y si la persiana metálica está subida, es que el bar está abierto.
- Ya veo. Si no es indiscreción. ¿Tiene pensado abrir esta noche? La anciana lo miró con rencor.
- Es que había pensado cenar algo aquí.
- Yo no sirvo cenas. Ni comidas.
- ¿Y desayunos?
- Solo café.
- ¿Ni una mala tostada o un triste bollo?
- Café, aunque puedo ponerle un chorrito de leche si quiere. – dijo con tono magnánimo.
- Comprendo. ¿Me pone al menos un refresco?
- Si, pero tendrá que tomárselo aquí, no tengo botes para llevar.
- Olvídelo. – dijo decidido a no perder el tiempo del recomendable. – ¿Le importa si dejo el coche aquí?
La anciana se limitó a encogerse de hombros. El niño respondió.
- Claro que puedes dejarlo aquí. Esa explanada es un parking, pero ¿Vas a subir andando hasta la casa?
- Sí, me apetece hacer ejercicio.
El chaval se rio con ganas, mientras la anciana le daba la llave.
- Mañana, si se va de aquí, deje la llave en la cesta que hay en la puerta.
Marcos fue hasta el coche y sacó su mochila con el equipaje del maletero, mientras se preguntaba, qué había querido decir la señora con aquello de “si se va”. Finalmente inició el empinado ascenso. Sabía que el niño le observaba, podía oír su risa desagradable a su espalda. Apretó el paso para demostrar que aquella ascensión no era nada para él. Pronto empezó a brotar el sudor que le caía a chorros por la cara y el corazón le latía con fuerza en el pecho, pero no estaba dispuesto a reconocer que se había equivocado. Finalmente llegó a la casa.
Tras pelear un rato con la cerradura logró entrar, la estancia era tal y como aparecía en las fotos y parecía estar limpia. Con un suspiro dejó la maleta en el suelo. Las vistas desde la ventana eran espectaculares, la casa rural estaba situada en la parte más alta de la aldea, justo en el pico de la montaña, por lo que se dominaba todo el paisaje de los alrededores. Montañas cubiertas de árboles, con un río serpenteando entre dos montes cercanos. Tras un rato de admirar las vistas, Marcos sintió la punzada del hambre. En ese momento se dio cuenta de que había cometido un error. No se había traído comida de ningún tipo. Abrió la nevera y los armarios de la diminuta cocina, con la esperanza de que algún huésped anterior hubiera dejado olvidadas, parte de sus provisiones. Pero no tuvo esa suerte.
En aquella aldea perdida de la mano de Dios, no había ninguna tienda y la dueña del bar ya le había dejado claro que allí no le servirían nada de comer. Por lo que la única solución era volver a bajar hasta el coche y buscar un supermercado en algún pueblo cercano.
Empezó a bajar la cuesta mientras maldecía su falta de previsión, unas horas antes había estado comiendo en un pueblo que tenía de todo, restaurantes, supermercados, bares con horarios regulares y que servían comida para llevar... Lo peor era que, tras estudiar cuidadosamente el mapa, llegó a la conclusión de ese pueblo era el sitio más cercano donde adquirir comida.
Al llegar al coche, pudo ver como el niño le observaba desde una ventana, sin parar de sonreír y de acariciar a su gato. Justo antes de entrar en el vehículo, la escuchó empezar a cantar su odiosa canción.
“Sal a jugar,
a jugar,
ven a bailar,
a bailar,
a la luz de la luna,
esta canción de cuna,
pues él ha venido a llevarse,
a llevarse tu alma de farsante”
Tras conducir un buen rato, Marcos llegó de nuevo al pueblo. Mientras buscaba el supermercado, pasó por delante de un hostal con pinta de ser muy agradable. Estuvo tentado de pasar la noche allí, aunque ya hubiera pagado la reserva en la casa rural, pero recordó con tristeza, que había dejado la maleta en aquel maldito lugar. Tras comprar víveres volvió a la aldea, al llegar al bar, que seguía cerrado, pensó en subir con el coche hasta la casa, pero en ese momento vio a un coche que bajaba a toda velocidad por la cuesta. Estuvo seguro de que, si se hubiera cruzado con ese coche en mitad de la cuesta, se hubiera estrellado con él. ¿Cómo podía la gente conducir a esa velocidad por un camino tan peligroso?
Finalmente se dio por vencido y aparcó el coche en la explanada junto al bar y subió andando. El niño lo observaba riendo desde su ventana.
El sol se ocultaba tras las montañas cuando Marcos llegó resoplando a la puerta de la casa. Cenó viendo el anochecer, en la misma puerta, ya que el dueño había dejado una silla y una mesa de camping justo a la entrada.
En cuanto la oscuridad se adueñó de los alrededores, la luna llena se alzó en el cielo y un viento frío empezó a soplar entre los árboles. Al pasar entre las ramas, empezó a emitir un sonido rítmico, casi como el de una canción.
“¿Qué era aquello?” – se preguntó Marcos – “¿Acaso estoy escuchando la aborrecible canción de ese crío siniestro?”. Trató de convencerse de que la había escuchado tantas veces, que se le había grabado en la memoria y que su cerebro era quien la repetía sin cesar. Pero cada vez se escuchaba más alta y fuerte. Trató de discernir si el niño estaba cerca, pero estaba demasiado oscuro para poder verla. La canción parecía ejercer algún tipo de poder
hipnótico sobre Marcos, pues antes de darse cuenta se había levantado de su silla y empezado a caminar en la dirección en la que parecía venir la voz. Tuvo que hacer un esfuerzo considerable para resistir el impulso que le impelía a caminar hacia delante. Por fin consiguió cambiar de dirección y entró corriendo dentro de la casa. Cerró inmediatamente con llave.
Fuera, la canción sonaba cada vez más fuerte, convirtiéndose en una especie de hechizo diabólico. No importaba cuan fuerte se tapara Marcos los oídos. La canción rebotaba en cada rincón de su cerebro.
El impulso de abrir la puerta y correr al exterior de la casa era tan poderoso, que Marcos se abrazó con todas sus fuerzas a un pesado mueble de madera. Tenía la impresión de que, si se soltaba saldría disparado, como si estuviera en medio de un tornado. Cerró los ojos, se aferró con brazos y piernas a la sólida madera, mientras gritaba: ¡Vete! ¡Fuera! ¡Déjame en paz! Lo repetía una y otra vez como si fuera un mantra.
Cada segundo se volvió una tortura, luchando contra la malvada influencia que le instaba a soltarse, a salir de la casa, a internarse en la abominable oscuridad. En no pocas ocasiones estuvo a punto de rendirse, solo la instintiva certeza de que si cedía, su alma estaría perdida para siempre, evitó que desfalleciera.
Parecieron transcurrir un millar de años, pero finalmente la canción perdió fuerza y las tinieblas empezaron a remitir, al llegar el primer rayo de sol, el silencio se impuso al fin. Aún así Marcos tardó un tiempo en soltarse del mueble, había apretado con tanta fuerza aquella improvisada ancla, que sus uñas se habían clavado profundamente en la madera, la cual estaba manchada con su sangre.
Con mucho esfuerzo, logró ponerse en pie. Agarró su maleta y sin perder tiempo descendió la cuesta agradeciendo cada rallo de sol que se derramaba sobre él. Llegó sudoroso y sangrante hasta la puerta del bar, que permanecía cerrado a cal y canto. Esta vez no había ni rastro del niño y su demoníaca canción. Lanzó con rabia la llave a la cesta del pan, se subió a su coche y se marchó sin volver la vista atrás.
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