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Como siempre podéis leerlo aquí:
Es en este momento, en el que veo acercarse de forma inminente el fin de mi existencia, cuando percibo mejor, la alocada sucesión de acontecimientos que han marcado mi vida pecadora. Mientras permanezco en mitad del extenso Mar del Caribe, sustentado únicamente por un trozo de madera, examino las acciones que me han traído a este día fatídico y trato de hacer una última limpieza de mi alma, manchada por los siete pecados, antes de presentarla ante el Ángel de las Tinieblas, con quien de seguro despacharé esta noche la cena.
El
principio de nuestro fin, empezó hace casi dos meses, cuando uno de los
mayores diablos que jamás hayan surcado los océanos, empezó a perseguir
al “Libertador”, mi querido barco, que ahora yace en su inmortal tumba
acuática, a mil pies de profundidad, justo debajo de mí. Este engendro
de Satán, conocido como el Capitán Roblenegro, mandaba el “Ejecutor”, un
impío navío, manufacturado por los cien veces malditos navieros
portugueses. Algunos dicen, que su nuevo diseño de la quilla y su
configuración de mástiles, única en el mundo, son lo que la convierten
en la nave más veloz de cuantas han existido. Pero yo sé, que lo que
hinchaba sus velas, son los vientos de perdición que soplan desde el
mismísimo infierno. Y esto es lo que le permitió, darnos caza durante
esos dos meses.
Siempre
parecía estar un paso por delante nuestro, se adelantaba a todos
nuestros movimientos. Nos esperó en Veracruz, nos persiguió por todo lo
ancho del caribe español. Nos dio caza de forma incansable, no
permitiéndonos tiempo para repostar, pero sin entablar combate directo.
Debilitándonos, dejándonos sin provisiones, bombardeándonos desde la
lejanía, con sus cañones de mayor alcance, no ya para hundirnos, sino
para privarnos del descanso, minando así nuestra moral. Aunque su
velocidad demoníaca, le permitía alcanzarnos con facilidad, jamás lo
intentó. No quiso darnos una pelea justa.
La
moral decayó rápidamente entre los hombres y la amenaza constante de un
motín, no me dejaba un momento de respiro. Los marinos, al fin,
supersticiosos y cobardes, creían que eran mis decisiones como capitán,
lo que habían motivado a Satanás a abandonar el infierno, para
perseguirnos.
Decidimos
pasar, por una sección de arrecifes coralinos, dado que al tener
nuestro navío, menor calado que el suyo, teníamos la esperanza de que
embarrancase, pero que me arranquen los dedos de los pies con una hoja
candente, si aquel barco embrujado, no pasó por entre los corales, sin
arañar siquiera su casco.
Por
fin, a los dos meses, de iniciar su terrible persecución, el mezquino
Roblenegro decidió atacarnos. El Ejecutor, se puso al fin a tiro y ambos
barcos, orzamos para ponernos en paralelo. Sus cañones eran disparados
con inhumana puntería, su primera ráfaga, destrozó nuestro palo mayor, y
desmontó la mitad de nuestra artillería. El casco de esa siniestra nave
negra, debía de ser de un material de otro mundo, pues apenas notó
nuestra andanada. Pronto, habíamos perdido casi todas nuestras defensas y
no tardaron en abordarnos y darnos caza. La maldad de su capitán,
impregnaba a sus hombres, que no dudaron en desmembrar a mi debilitada
tripulación, dejándome a mí como único superviviente.
Y
finalmente, el mismísimo Roblenegro vino a enfrentarse a mí. Pese a mi
experiencia como espadachín, jamás me había enfrentado a un rival como
aquel. No cesaba de reírse en todo momento, burlándose de mí y de mi
pobre esgrima. En verdad se movía como un demonio, lanzando mil
estocadas, imposibles de detener. Podría haber acabado conmigo, desde el
primer golpe, pero parecía deleitarse en producirme pequeñas heridas,
como aguijonazos de avispas, que me arrebataban el alma. Cuando se cansó
de jugar conmigo, me desarmó con un rápido movimiento y sus hombres me
apresaron y cargaron de cadenas.
Rápidamente,
confiscaron el cargamento de oro y lo llevaron a su nave. Después,
cargaron de explosivos la santabárbara del Libertador e hicieron volar
en mil pedazos, el último residuo de mi alma. Atado al palo mayor del
Ejecutor, fui obligado a contemplar, el hundimiento de todo cuanto era
amado por mi corazón pecador.
-
Ethan Blackmore – me decía mi diabólica némesis – también conocido como
“El Capitán Negro”, corsario bajo el pendón de la Reina de Inglaterra.
En los dos últimos años, has atacado a no menos de 12 navíos españoles,
robado sus preciadas cargas, que pertenecían a la augusta Corona
Española. Por estos actos, deberías ser llevado a tierra y ahorcado como
el perro que eres. – hizo una pequeña pausa, para dar tiempo a sus
palabras a que se hundieran como puñales en mi alma.- Pero, lo cierto es que me parece pequeño castigo para tus crímenes, así que te tengo preparado algo especial.
Por
eso ahora, estoy encadenado a un madero, en mitad del mar, a más de
setecientas millas de cualquier costa. Pero no ha de preocuparme la sed o
el hambre, pues, los tiburones ya han olido la sangre que mana de mis
heridas, y ya veo la primera aleta acercándose a mí. He de decir, que al
oír en boca del maldito Roblenegro, las acciones de mi vida como
corsario, no me parecieron tan horribles, como las que había llevado a
cabo aquel siniestro personaje, en nombre de una supuesta justicia. Es
cierto que soy un vil y despreciable pirata, pero incluso los de mi
calaña tenemos normas.
Aquí
llega el primer tiburón. Rezo, no para pedir clemencia de mi alma
pecadora, que de seguro irá al infierno, para servir de alimento a los
demonios, sino para que el primer mordisco sea certero y me envíe
rápidamente a solucionar mis cuentas a la otra vida.
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