Cogimos un minibús, ya que el palacio está bastante alejado de la ciudad de San Petersburgo.
Para empezar ya nos costó bastante encontrar el sitio exacto de donde salía el minibus.
Yo: Pues no estoy seguro si tenemos que cogerlo a este lado de la calle o al otro. Y más nos vale acertar porque si lo cogemos en dirección contraria podemos aparecer en Sebastopol.
Conchi: Bueno, pues vamos a preguntar, a ver si nos orientan.
Yo: No hace falta, no hace falta. A ver, según Google Maps, nosotros estamos aquí, el palacio está allí, así que deberíamos estar en la acera de la derecha por lo tanto tenemos que cruzar al otro lado.
Conchi: ¿Seguro?
Yo: Sígueme, conozco el camino.
Conchi: Tengo un mal presentimiento.
Dos minutos después...
Yo: Esteeee, te vas a reir.
Conchi: ¿No habías dicho que a la derecha?
Yo: Sí, pero a la otra derecha.
Otros dos minutos más tarde.
Conchi: ¿Y estamos seguros esta vez?
Yo: Siiiii, claaaro.
Conchi: Vamos que ni idea.
Yo: Ni la más remota.
Conchi: Anda vamos a preguntar a esa señora.
Un buen rato después conseguimos averiguar cual era el minibus correcto. Al entrar en el vehículo nos encontramos sentado a un tipo leyendo el periódico que asumimos que era el conductor y que no nos hizo el menor caso. La gente entraba en el minibus y se sentaba directamente, no parecía preocuparles mucho el tema de pagar el billete y al supuesto conductor le parecía importar aún menos. Obviamente, luego resultó que no era quien nosotros pensábamos. El tipo del periódico se fue y entro el auténtico conductor, quien tampoco se preocupó mucho de cobrar los billetes. De hecho algunos pasajeros se acercaron a pagar y otros pues no. Al final nosotros por pura vergüenza torera pagamos (tampoco es que el billete fuera muy caro), pero a día de hoy no se si es una simple cuestión de dejadez o simplemente que daba por supuesto que la gente haría lo correcto y que si no la pagaban el problema era de ellos y no suyo.
Finalmente llegamos al Palacio, que como veréis en las fotos da la impresión de tener más oro que el Banco de España.
Según la Wikipedia, el edificio fue derribado varias veces ya que lo que se iba construyendo no terminaba de ser del agrado de la emperatriz Isabel (aunque se llame el palacio de Catalina la Grande, como suele ser habitual en este tipo de edificios su construcción abarcó el reinado de varias personas, las cuales hicieron sus propios cambios y reformas).
El derroche fue tan considerable que el palacio incluye una cámara totalmente recubierta de ámbar (cuyo precio es unas doce veces superior al del oro).
Hay que reconocer que es muy impresionante, pero no pude dejar de pensar que si los zares se hubieran conformado con tener un chalet en Benidorm, el pueblo ruso no se hubiera muerto de hambre y no se hubiera liado la que se acabó liando.
La visita estuvo bien aunque sobraban los tours de turistas. No podías vagar libremente por el palacio sino que había que habían acordonado estrechos pasillos por los que debías transitar e hicieras lo que hicieras acababas atrapado entre los diferentes tours que siempre van con prisas y no podías quedarte mucho tiempo en un sitio porque literalmente te arrollaban a su paso. La verdad es que al final acababan por agobiar.
Tras ver el palacio y sus alrededores, volvimos a la ciudad en otro minibus, donde presenciamos el sistema de pago con intermediarios, que básicamente consistía en que un pasajero se subía al minibus (mientras el conductor arrancaba sin darle tiempo ni a cerrar la puerta) y se sentaba al fondo del mismo, luego le daba el dinero del billete a la persona que estaba sentada delante y esta se la daba al siguiente hasta que el dinero llegaba al conductor, el cual sin dejar de conducir, echaba un cálculo rápido y le daba las vueltas al pasajero más cercano y este se las daba al siguiente hasta que llegaban a su destinatario. Probablemente en España el dinero no hubiera llegado jamás al conductor (como mucho le hubiera llegado el envoltorio de un caramelo), de las vueltas ya ni hablamos.
De vuelta a San Petersburgo, nos fuimos a reponer fuerzas.
Y luego fuimos a visitar la Fortaleza de Pedro y Pablo.
Desgraciadamente nos habíamos quedado sin tiempo para visitar nada más, así que volvimos al hotel a recoger las maletas que habíamos dejado en la consigna y nos fuimos al aeropuerto.
Yo: Mira, ese es el autobús, que tenemos que coger.
Conchi: ¿Seeeeeguuuuurooooo?
Yo: Por supuesto, esta vez no hay error posible.
Nada más subir al autobús, el conductor y una señora nos gritaron algo ininteligible en ruso. Al final tras un sistema de gritos y gestos entendimos que ese era el autobús, pero que lo estábamos cogiendo en sentido contrario.
Finalmente conseguimos llegar al aeropuerto y ahí empezamos el arduo proceso de los controles de seguridad. La verdad es que nunca he tenido que pasar por tantos controles de seguridad y escaners (pasé por tantas máquinas de rayos X, que las siguientes 24 horas brillaba en la oscuridad).
Cogimos un vuelo que nos llevó a Moscú. El vuelo fue cortito y sin incidentes, lo malo es que para coger el siguiente vuelo que nos llevaría de Moscú a Madrid, teníamos que esperar unas ocho horitas, así que nos preparamos para afrontar la espera lo mejor que pudimos.
La noche transcurrió entre cervezas y paseitos por la terminal del aeropuerto, aprovechando las tiendas duty free para gastar los últimos rublos.
Y poco más, un vuelo de cinco horas en un avión que apenas dejaba sitio entre las filas de asientos (maldita seas Iberia, ya sé que viajo en clase turista, pero los no pudientes no somos sardinas en lata).
En fin, me quedo con una grata experiencia y el haber conocido otra cultura bastante diferente de las que ya conocía.
Saludos a todos y gracias a todos aquellos que os habéis tomado la molestia de compartir nuestra experiencia leyendo nuestras aventuras.